Todas las flores florecen después de la tormenta.


Grises, los jirones de su piel caían como copos de nieve: pájaros sin alas.
En las palmas de sus manos, áridas,  se desvanecía el color ocre; y sus ojos, sombríos, pesaban sobre el gotelé.
Las orillas de sus labios agrietados ya no descosían los puntos de sutura, ya no sonreían.
Y el puño de sangre que le ataba a la vida, rendido, goteaba…

Qué pulcra era su figura esbelta, tan delicada, fundida en una cama, del color mismo de las paredes frías.
Las lágrimas se confundían, y desbordaban sus órganos, en vez de sus lacrimales.
Impulsos nerviosos color melocotón golpeaban de vez en cuando sus mejillas, devolviéndole su olvidado color.

¿Qué fue de su fuerza de araña, de su luna? ¿Qué fue de su primavera?

Que no sienta temor, yo le observo desde el otro lado de las nubes, sentada en un arcoíris, esperando que vuelva cuando termine su tormenta.
Siempre llueve sobre los valientes, sobre quien no teme empaparse.
Que no dude, yo seré su abrigo.

Y florecerán de nuevo sus pétalos rosados, y sus espinas volverán a ser letales.
Que no tema, volverá a caminar bajo esta atmósfera celeste.



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