Larvas.

Cuervos y, sobre todo, palomas, condensan el estómago sangrante del gran gusano subterráneo.
Un colibrí desorientado se desliza contra su voluntad  por el interior del intestino, chocando contra las paredes viscosas de éste; y con el resto de pájaros carroñeros.

Las palomas, que caminan con las alas cerradas, dormidas y podridas, picotean al gusano, aferrándose a él como si de un manjar se tratase. El gusano las lleva hacia aquellos lugares que, si por sus alas fuese, jamás conocerían.

Los cuervos son diferentes. Están allí, pero en menor número. No llega a desagradarles el olor húmedo del gusano, pero no se atreven a rozarle. Sus alas, coloreadas de un negro elegante, han surcado cielos a poca altura y han visto las nubes a escasos metros de sus picos; siempre antes de esquivarlas con cobardía.

Y el colibrí... el pequeño colibrí no sabe qué hace allí. Él ha habitado nubes grises y ha volado hasta fracturarse las alas; siempre para conocer otros cielos, para huir de los gusanos.
Sin embargo, ¿de qué le ha servido perfeccionar su vuelo, pulir sus alas? Si al final ha ido a parar al mismo estercolero cárnico que los cuervos y, peor, que las palomas.

El único que ha buscado la felicidad es el colibrí y es, allí dentro, el único que está triste.

Ha decidido arrancarse las plumas y aceptar el órgano podrido en el que vive.


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