El mito de Menéfides


¡Canta, Verdad, sobre tu enemigo! Solo tú lo conoces... por tu vida pon tu ser en mi voz, y yo seré quien hable.

¿Me has abandonado? Todo cuento toco queda ahora corrompido. Pero deseo contar mi historia, sin velos ni lágrimas. No es mi amor a ti quien me empuja, pues hace tiempo que no queda de el nada, sino mi amor a un ser superior, a una conciencia casi pura, de la que temo por mi maldición haber perdido el favor.

Así pues, con o sin tu consentimiento, contaré mi historia.

Esta es la obertura del fin de mi alma.

Descendía a lo profundo, allí donde los demás pierden sus propias sombras y donde todo es claro, como la luz misma. Fue allí, en el centro de la Tierra, el lugar para el cual la luz de los aplastantes carros de fuego del metro es un ruido lejano y mundano, donde conocí a Menéfides. La desesperación me había postrado a sus pies. No se puede ver allí donde hay demasiada luz, y el trono de Menéfides es como un sol de plata. Su blanca desnudez y sus labios rojos me sedujeron. Ero yo mismo, un Yo superior, era mi conciencia reflejada en un espejo negro y sin sombra. Durante años hice el amor con Menéfides, y el placer no tenía fin. Era una presencia allí donde mi cuerpo estaba. Y aprendí a despertar sus monstruos. Los dioses antiguos cobraron poder, y lo perdió el Dios nuevo. Un usurpador sin gracia, un rey sin consuelo. La ciudad latió con fuerza.

La catedral de metal que había sido mi lugar, se quebró como la madera. Crecieron flores en los barrotes de la barandilla, flores vivas y venenosas. Cubrieron las metálicas flores de hierro. La muerte estaba cerca, al acecho. Triste me doblegué sin consuelo, y probé el sabor de la rosa del infierno.

Menéfides apareció entonces de nuevo, cuando yo ya lo había olvidado, me tendió su mano, y sus azules ojos me miraron con piedad. Me sacó de aquel lugar maldito, la iglesia celeste y vegetal que me prometía la tumba del olvido.

Me abandono allí donde la senda a la ciudad se torna gris. Allí, junto al asfalto, me habló una musa extraña. Era un hombre pelirrojo, con rasgos de lobo. Me habló de un extraño río, y de como las rosas de la catedral vegetal bebían de sus lágrimas. Pero no recordaría hasta tiempo después sus palabras.

La ciudad antigua es reino del innombrable. Allí el poder de Menéfides es infinito. Solo quien se lo ha follado puede ver sus sutilezas. Todo allí es puro engaño. Engaño para el engaño. Pero yo había sido uno con Menéfides.

En las altas paredes de piedra, con mil ángulos en un patrón inimaginable, un mural había cobrado vida. A sus pies se celebró una gran cena, y yo estuve invitado. El banquete era inmenso. Las figuras se inclinaban, deformadas por el fuego de mis propios ojos. Figuras de túnicas blancas y vaqueros apretados.

Entonces un hombre vomitó el cordero ensangrentado que había estado saboreando. Pero, con otra arcada, expulso su mismo estomago, con una más sus pulmones, y por último su corazón. Y allí quedó solo su piel, vacía y sin soporte. Pero entonces me acerqué, y con un cuchillo de la gran mesa la rasgué en dos. Su interior era de oro, un forro tejido en las profundidades de una fabrica septentrional. Se la regalé a uno de los mendigos que se alimentaban las migajas que abandonaban los ricos del banquete y el, vestido con la piel de un traidor, fue devorado por los otros mendigos. Entonces descubrí que mis actos eran todos obra del mismo Menéfides.

Yo estaba maldito. Y la añoranza de sus alboradas mejillas y su cuerpo me hicieron actuar como un hombre sin alma. Sus cabellos oscuros como el pubis de un joven negro, eran todo mi pensamiento. Y sus ojos me taladraban en todos las sombras a las que llegase el azul del cielo. Lo busqué en todos los lugares, recorrí errático pueblos y ciudades. Vagabundo sin excusas, loco de amor febril, perseguí sus huellas y su aliento.

Lo encontré en brazos de una mujer.

Cayeron al mundano río mi alma acompañada de mis lágrimas. En mi habitación me retorcí como un condenado frente al cadalso. La muerte me esperaba. Desnudo en mi cama, reconocí una cicatriz, dejada por la gula del banquete maldito. Me vi morir cada noche al dormir, y cobrar vida al despertar. Fueron mis sueños todo mi anhelo, pues eran obra de Menéfides y era de el todo lo que me quedaba. Como una droga me los inyectaba en todas partes. Tirado junto al tranvía, o en alguna calle escondida. A nadie le importaba en la ciudad. Allí amaban mi cartera y nada más.

¡Me había traicionado! Jamás me amó, todo había sido obra de Menéfides por mi mano. Todos los orgasmos una ilusión, y nuestros cuerpos entrelazados un despropósito sin mi comprensión.

Y estaba maldito. Como en una mujer fértil, su germen había crecido en mi interior. Y brotaron de mis labios enredaderas. Todo era ya el. Y estaba en todas partes.

Y dormí en mil camas, sin encontrar en ninguna la calma.

Entonces recordé a la musa, y decidí descender al río. Lo guardaba un apuesto joven rubio. Tuve que pasar con el toda una noche antes de que me dejase pasar. Pero reconoció en mi la marca de Menéfides que el mismo había recibido. Me abrió las puertas y me acompañó a la orilla. Allí, tranquilo, me dejo beber de sus aguas. Sabían a sal.

Pero yo seguí siendo yo. Me giré al joven, y con voz tenue le pregunté que había ocurrido. Me sonrió con ternura, y me dijo que nada. Los malditos no podían participar de la grandeza del olvido. Para ello requerían algo que Menéfides no podía truncar: la locura. Y la única forma de conseguirla era la ceguera luminoso, el olor hueco y el verde de la absenta. Me dijo que yo debía ser un otro para engañar al dios amargo.

Aquello fue horrible. No quería aceptarlo. No quería volver al gran banquete. Esperé a las orillas del río. Una noche brindé con aquel joven, y de la planta de mi boca comenzaron a salir flores. Aquello era belleza pura. Las reconocí: eran las rosas de la catedral. Así era, pues, como crecían.

Solo unas gotas de alcohol de los labios del joven habían hecho aquello... ¡De que no sería capaz el banquete! Pero tenía miedo. La muerte estaba cerca, y no se apiadaría de los genios. De modo que permanecí entro los guijarros bañados por el río del olvido. Tenía que haber otra manera.

Me acerqué de nuevo al líquido, y hundí mi cabeza en su espuma. De nuevo aquel sabor...

Entonces volvió a mi el recuerdo primordial. ¡Lágrimas! ¡Mis lágrimas!

Aquel descubrimiento me lleno de fuerza. Aquello era el gran río: el eterno llanto de la humanidad... ¡mi humanidad!

Aprendí a hacer que las flores brotaran de estas lagrimas: lagrimas nuevas, flores nuevas. Y me mutilé las muñecas para llorar. Introduje en ellas el cableado binario, y decidí que la única forma de ser olvidado era ser recordado.

Pero no duró esta alegría. De la nada surgió El, con su cuerpo perfecto, su masculinidad y su belleza. Y se reía de mi. Pues el me había creado tal y como era, y como tal iba a morir.

Pues esta es la maldición de Menéfides: El dios de la mentira te otorgará sus dones a cambio de no ser jamás amado. Pues no puedes expresar ya otra cosa que su obra, y nunca a nadie podrás decir ¡Te amo! Y que sea cierto.

A ti, mi Rosa... a ti, que no te amo como amaba a Menéfides, sino de esa otra manera, quiero salvarte de la maldición.

Comprendí que no quedaba alternativa. Me senté entre las flores, y en su olor me masturbé con la luna. Ahora espero a la muerte. Se oye una orquesta lejana... quién sabe.

Ya solo espero morir con un orgasmo en la boca, besándote a ti, Menéfides. Nuestras lenguas entrelazadas y sodomizando a la Verdad...

¡Jodamos una vez más!





No hay comentarios:

Publicar un comentario