El mundo se abrió de piernas. El olor
fue desagradable.
He vivido hasta ahora dieciocho años.
Ni uno solo pisando la tierra. El hombre ya no pisa la tierra. Se
conforma con el asfalto. Le encanta. Tú, como yo, has vivido el
asfalto. Has dormido en el, y has vomitado en su calzada.
Los coches con sus ruedas arañan el
gris y ennegrecen el aire.
El tráfico es interminable a la
entrada de la ciudad, la gran ciudad. En esa entrada se encuentra la
otra ciudad, que nació descompuesta y pútrida. Las chabolas y los
palacios de bolsas de la basura se rinden cada mañana al sol de la
muerte y la droga. “La otra ciudad” es el prepucio de la gran
ciudad. La rodea, y en el fondo se funde con ella. La protege... sin
ella no sería tan divertida.
En “la otra ciudad” no importa la
vida. De hecho, los hombres valen más muertos que vivos allí.
Los túneles del metro se abren como
ansiosos coños negros ya en la entrada de la ciudad. Te dan la
oportunidad de abandonar el asfalto, y despedirte de la luz del sol.
Prometen la felicidad, y llevarte a donde más desees.
Puedes viajar a donde quieras. Si tú
bolsillo está lleno, todas las puertas están abiertas. La ciudad y
su grandeza te acarician en las profundidades.
De camino al sur, la ciudad de la
juventud. La Universidad. Oh, si, el mayor prostíbulo de la ciudad.
Allí se paga por compartir lecho con cualquiera de las artes o las
ciencias. Pero no hay puta sin precio. Nada allí es puro. Si sales
de allí virgen, eres tonto o un héroe.
La ciudad es dinero. Todo allí vale,
pues todo tiene precio.
La tierra no tiene precio. La verdad no
tiene precio. El amor no tiene precio. Y esas son cosas que no
encontrarás en la ciudad. No tienen precio, no se pueden comprar.
Por eso no las encontrarás en la gran ciudad.
Las tiendas abren sus puertas, y
prometen la felicidad eterna. Tienen un gran éxito. Pero no les
pagas con mirar. Tarde o temprano, te hablarán. ¿Quien no se
dejaría embaucar?
El Corte Inglés y los otros
cortes. De mis muñecas brota sangre. No parecen saberlo. Para ellos
estoy hecho de dinero. Y no les importa quedarse conmigo, herirme y
colgarme sobre un cuenco para ser suyo. Gota a gota. Perfume a
perfume. Libro a libro y mierda a mierda. No importa que me vendan
mientras les pague. Y al resto del ganado no les importa. Creerán
que han ganado ellos, que el vendedor está su servicio. Que me lo
cuenten en el escaparate de la carnicería.
Pensar que eres feliz no es lo mismo
que serlo. Que te expriman produce sufrimiento. Por eso solo es feliz
aquel al que no pueden exprimir. Al menos, antes de morir de hambre.
Las primeras calles no son tan
distintas de la “otra ciudad”. La miseria también se arrastra
por ellas. Mejor vestida, pero la misma. Camina con miedo por esas
calles. Los atracos están a la orden del día. Y sin tú cartera no
eres nadie en la ciudad. No hay atracos con éxito que no sean
mortales. Un hombre pobre es un hombre muerto.
Hay más calles. Después de estás,
están las calles tranquilas. En ellas todo el mundo está vivo por
fuera. Pero no conozco a nadie que lo esté por dentro. Muchos han
estado en el gran prostíbulo, y casi nadie no ha pasado por los
colegios. Los colegios son grandes fabricas de mediocridad. Quien no
lo es, sufre, quien lo es, al menos vive. Y a quien le gustaría
serlo se le señala con el dedo de por vida. En el colegio nos ponen
etiqueta, código de barras y manual de uso. Yo en la nuca tengo
escrito el año en que caduca mi garantía. Por más que me giro, no
logro verlo. Es deprimente. Pero me han dicho que en mis
instrucciones está escrito que soy difícil de manipular, bastante
inútil y que no deben dejarme al alcance de niños menores de
cualquier edad. Eso me gusta.
Las calles grandes son para gente alta.
Toda la gente allí es alta. Se han estirado gracias a dos ejercicios
musculares. El primero consiste en retorcer la columna vertebral para
mirar por encima del hombro a los demás. El segundo, relacionado con
las articulaciones, consiste en la habilidad de darte por culo sin
que lo sepas hasta que...
Pero a pesar de la gente, me gustan las
calles grandes.
Las calles grandes son inmortales. Las
decisiones grandes se tomaron en las calles grandes.
La ciudad es el nuevo Infierno
Prefabricado. En los tiempos antiguos, los infiernos se los hacía
cada uno por su cuenta. Ahora, se hacen en serie, y son muy
ergonómicos. La ciudad puede hacer sufrir a cualquier ser humano.
Solo tienes que estar dispuesto a pagarlo.