Ya le sangraban los pies de vivir cuando decidió pararse a llorar,
a observar sus entrañas desprenderse de su cuerpo, a partir sus
costillas en dos para hacer una hoguera con ellas. Miró sus manos,
ensangrentadas, sucias, tristes. Y aquel hueco en mitad de su pecho...
por donde asomaban venas azules, a las que se les había arrancado la
vida de rabia, colgando, como si quisieran ellas también salir
corriendo, huyendo de un cuerpo sin corazón.
Se vio sola en aquel
desierto de huellas, de tiempo y de dolor; y su único objetivo era
enterrar su corazón lejos, bajo alguna duna donde nunca pudiese ser
encontrado; donde los gusanos disfrutasen de él como de un manjar de
dioses.
Ahora caminaba triste, con la mirada perdida, imaginando cómo
hubiese sido amar, amar algo alguna vez en su vida. Ya no lo sabría
jamás...
Caminaba. Caminaba. Creyó ver algo a lo lejos. Una triste y
sombía figura. Se paró en seco; ahí estaba él. Caminando por el mismo
desierto, sin corazón, con la cara desfigurada y los pies rotos.
Y en
ese instante, en ese preciso instante, por primera vez en su vida, el
corazón casi muerto que llevaba colgando de una cadena oxidada en el
cuello, sintio. Sintió algo. Latio. No por inercia, sino por placer. Y
creyó morir con aquel latido, con aquella sensación de estar viva. Viva.
Miró a los ojos de él, desencuadrados, como si sonriesen de dolor.
Caminaron juntos, de la mano.
Ambos
buscaban un sitio seguro donde esconder su corazón. Se lo
intercambiaron, se abrazaron y huyeron cada uno en una dirección. Lejos.
Muy lejos.
Pocos meses después el caso del crimen quedó resuelto
cuando se encontró el cadáver de una jóven con un corazón podrido en su
bolsillo y, a pocos metros, el cuerpo descuartizado de un hombre.
Ella
era la asesina. ¿Asesina? Sólo era un alma que buscaba sentir algo. No
conocía el amor, el odio, ni la felicidad;y tuvo que robar el corazón de
alguien que sí sintiese.
Lo necesitaba.
Necesitaba vivir antes de
morir.
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